A las cinco de la tarde de cualquier día en El Salvador se podía escuchar un concierto sin entonación ni melodía, un concierto sin ritmos ni poesía, pero si lleno de vida y alegría. No fue hace mucho que mi abuelo murió. No fue hace mucho que yo apenas tenia cuatro anos y me encontraba en el Hospital de Diagnostico viendo a mi abuelo agonizar, esperando que “el Avi” se fuera al cielo porque papa Chuz ya lo quería tener cerca de el para que cuidara a los angelitos gordos y chulones que lo esperaban en el cielo. Como cualquier criatura de cuatro años, yo estaba explorando el terreno. La verdad, no me importaba que el Avi se fuera al cielo con tal de que me dejaran jugar o andar correteando por el hospital. Fue allí cuando descubrí algo maravilloso: el elevador. Me llevaba para arriba y hacia abajo con tan solo presionar un botón que para colmo estaba hecho a mi medida. En uno de esos sube y baja descubrí una ventana grande en el quinto piso del hospital, y escuche unos sonidos que me dejaron boquiabierta. Me acerque a la ventana y me subí a una silla. Allí vi algo que jamás había visto en mi vida, algo que nunca se me va a olvidar: Una visión llena de verdes, movimiento y belleza. En ese momento una enfermera se acercó a mí y me dijo: “Son las cinco de la tarde, los pericos vuelan desde donde estén y se vienen a dormir aquí, a esos arbolones de la embajada americana”.
2007-05-08 | 918 visitas | Evalua este artículo 0 valoraciones
Vol. 3 Núm.7. Mayo-Agosto 2005 Pags. 348-349 Rev Sig Vit 2005; 3(7)