Autor: Meljem Moctezuma José
En 1776, a propósito de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, Thomas Jefferson escribió: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Diez años más tarde, el marqués de Condorcet, denodado integrante de la Ilustración francesa señaló que los derechos del hombre incluían la seguridad de la persona, la seguridad de la propiedad, la imparcialidad de la justicia y el derecho a participar en la formulación de las leyes. Por su parte, en 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano señalaba que “los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre” eran el fundamento de toda forma de gobierno, confiriendo la soberanía a la nación y declarando la igualdad de todos frente a la ley, lo que en conjunto, simbolizó la promesa de unos derechos universales. Si bien, los derechos humanos precisan de tres cualidades entrelazadas: ser naturales (inherentes a los seres humanos), iguales (los mismos para todos) y universales (válidos en todas partes), sólo cobran sentido cuando adquieren contenido político. No son los derechos humanos en la naturaleza, son los derechos de los seres humanos en sociedad. Son derechos que requieren estar garantizados en el mundo político secular, así como la participación activa de quienes los poseen.
2013-08-30 | 1,976 visitas | Evalua este artículo 0 valoraciones
Vol. 22 Núm.2. Abril-Junio 2013 Pags. 51-52 Rev CONAMED 2013; 18(2)